Mi Abuela
Carmen dice que mi Abuelo José Leonardo tiene algo de poeta, bohemio, loco y
soñador. Cuando él se sienta sobre su piedra preferida para contemplar el mar, lo
imagino con su uniforme blanco, timoneando el barco de los pensamientos sobre
las olas de los recuerdos. Creo que le inventa poemas a mi Abuela y sueña con
perderse por las calles empedradas de las ciudades italianas que un día
conoció. Mis primos, mi hermano y yo, que siempre andamos a la caza para jugar
con él, respetamos ese momento.
Abuelo
cuenta que él era Oficial de la Marina Mercante. Allí pasó muchos años. Tal vez,
un trozo de su corazón, como un banderín rojo y palpitante, ondea en lo alto de
un mástil. No pierde la esperanza de atravesar, otra vez, los mares profundos. Podrá
pasear por los malecones de lejanas costas, en compañía de sus compañeros de
fragata, a los que llama “la vieja pandilla”.
Siente
un amor especial por todo lo relacionado con el mar. Por eso, sus primeras hijas
se llaman Selva Marina y Carmen Marina. A la tercera, la nombraron Rosa
Mercedes, porque Mercedes significa agradecimiento. Y mis abuelos estaban muy
agradecidos por su venida. A la cuarta, Ana Karina; según él, era lo mismo que
Ana graciosa. Así se llama la hija de un gran amigo que conoció en Grecia.
Cuando
comenzaron a llegar los nietos, regresó la antigua manía. Por los varones no.
Le parecía horrible llamarlos Leonardo Marina, Douglas Marina o cualquier otra
combinación que se le viniera a la mente. Pero, por sus nietas… “¡Ojalá lleguen
decenas!”, exclama. Hasta ahora sólo tiene dos: Rosa Marina, la mayor, y yo,
Daniela Marina. Si no es por mi abuela, me hubiera llamado Luna Marina, Cometa
Marina o quién sabe qué otro nombre. Porque a Abuelo también le atrae “el enigmático
cielo”.
Dice
que sus hijos son el mayor regalo que ha recibido de la vida y que, por ellos, posee
el valioso tesoro de sus nietos. Ni el oro ni las piedras preciosas pueden
hacerlo más feliz. Los ojos le brillan cuando juega con nosotros. Y sonríe con
picardía cuando nos asegura que fueron los pelícanos, no las cigüeñas, los que
nos trajeron a este mundo.
Como
ya lo dije, además del mar, abuelo siente fascinación por el cielo. En las
noches oscuras y estrelladas, nos enseña a distinguir las constelaciones. El
rumor de las olas adormece a mis primos Douglas Leonardo y José Enrique. En
cambio, mi hermano Douglas Enoc, mi prima Rosa Marina y yo prestamos mucha
atención. Nos señala donde viven Casiopea y Andrómeda, nos cuenta que la Osa
Menor siempre sigue a la Osa Mayor para no perderse en el espacio, y que los
signos del zodíaco influyen en la personalidad de los humanos. Mi prima
salta de alegría porque puede verlos a todos. Yo no porque siempre olvido los
anteojos.
Termina
la lección de astronomía y Abuelo se da cuenta de que estamos cansados. Despierta
a los que se han dormido y, en fila india, regresamos a casa. Desde lejos,
escuchamos la música que suena a todo volumen.
Abuelo
comenta que cuando conoció a mi Abuela, su alma bohemia quiso resistirse a sus
encantos. Pero, era tan dulce y tan hermosa que no le importó, al poco tiempo, renunciar
al mar de sus aventuras. Además, había llegado la hora de “poner los pies en tierra firme y formar una
familia”.
Abuela
quería casarse con un hombre que compartiera con ella todos los días, y no con
uno que anduviera, de puerto en puerto, dejando corazones rotos. De nada le
sirvió visitarla con el uniforme de la naval, derrochando elegancia y
romanticismo. Supo que debía abandonar sus deseos de aventuras.
Se
casaron un lindo atardecer. Desde entonces, comenzaron a tejer los mismos
sueños. Además de la vivienda familiar, construyeron esta casa en la playa, que
se fue llenando de hijos y de nietos. Por supuesto, para Abuelo no había otro
lugar mejor para pensar, que sobre una roca frente al mar. Ahora las vacaciones
las pasamos en esta casa hecha, como dice Abuela, con cemento y amor.
Además
de marinero, abuelo dice que le hubiera gustado ser soldado. Si tuviera la edad
apropiada, con fusil al hombro, recorrería la frontera, de punta a punta, pasando
de La Gran Sabana al Matto Grosso, que son unas selvas húmedas, según su
opinión, de extraordinaria belleza.
—¿Por
qué no organizas una excursión y nos llevas a todos? —preguntamos.
—¿Con
ustedes, tan revoltosos? No tiene chiste —contesta.
Creo
que por sus venas corre sangre militar. Mientras los adultos conversan, él nos
llama para jugar a la milicia. Salimos goteando de la piscina y Douglas Enoc me
dice al oído:
—Prepárate,
llegó la hora de la diversión.
A Abuelo
le encanta ponernos sobrenombres. Por ejemplo, a mí me dice Jeina sin Cojona, porque cuando era más
niña me disfrazaron de reina y perdí la corona en el camino. Y como no sabía
pronunciar la R dije, muy enojada: ahoja
padezco una jeina sin cojona.
El
adiestramiento militar es algo muy serio. En silencio, esperamos las
instrucciones. Abuelo, camina con las manos en la espalda y pasa revista:
—¡Ateeeención!… Jeina
sin Cojona… Rosa Metralla… Caaaatire… Poooototo… Olafo el
Amargado… Ahora… ¡Marchen! Un, dos… un, dos…un, dos.
En
perfecta formación, salimos de la casa y le damos la vuelta a la manzana. Otros
niños se unen y la práctica se hace más divertida. Cuando regresamos,
terminamos la faena arrastrándonos, como reptiles, sobre la hierba. Al final,
somos un ejército camuflado, con hojas y lodo.
Al
anochecer, la jauría de zancudos nos hace alejarnos del patio. Abuelo prefiere
quedarse con nosotros que ver televisión con los demás. Antes de irse a su
habitación, les pedimos que nos cuente historias de horror que, después, no nos
dejan dormir.
—Dejen
a su abuelo tranquilo —nos ordena Abuela Carmen—cuando piensa que ya es suficiente.
Pero,
él le sonríe:
—Déjame
un poco más con ellos.
Él ha
visitado los lugares más fantásticos del mundo. Estuvo en Cabo de Buena
Esperanza, que queda al sur de África. Allí escapó de un tiburón blanco, cuando
nadaba en el mar, tratando de atrapar una foca que quería llevar a su casa. Al
final, recordó que las mascotas preferidas de Abuela son los perros.
Una vez, atravesó el Triángulo de las Bermudas, donde dicen que
han desaparecido barcos y aviones. El cielo se abrió en cien rayos y se desató
una terrible tormenta. El barco fue absorbido por un remolino. Por fortuna, su
gran experiencia dominó el timón y pudo salir a salvo.
Se
cubre de nostalgia cuando habla de Amberes, Marsella, Mar del Plata, Estambul y
otros lugares que no recuerdo el nombre. “Ojalá ustedes tengan la oportunidad
de viajar por el mundo, como hice yo”, dice y sigue nombrando países que sólo he
visto, cuando acompaño a Abuela, en los programas de
televisión por cable.
A veces, cuando más concentrados estamos en sus fantásticas
historias, salta repentinamente de la silla y grita:
—¡Lechuza, Pachucha!
Es su grito de guerra, su voz de mando: ¡A la carga! Nos
levantamos, corremos, gritamos y reímos. Hacemos tanto ruido, que mi Abuela susurra:
—Cállense, por favor, ¿no ven que van a despertar a los vecinos?
Abuelo parece un niño más. Se encorva, sacude una mano y pone la
otra en la boca para ocultar sus ganas de reír. Luego, como el más obediente
del grupo, guiña un ojo y dice:
—Su abuela tiene razón, vamos a dormir.
No es raro que, a los pocos minutos, aparezca en nuestro cuarto,
cubierto con una sábana blanca y agitando los brazos. El terror, verdadero o
no, nos hace gritar, como unos endemoniados, mientras él, con una voz de
ultratumba, murmura:
—Madame Kalalúuuuuu, apaga
la vela y prende la luuuuuz.
Todo con el abuelo es divertido. Pero lo que más nos gusta es el
Kantín Coleo, que es algo así como jugar a hacerse el desentendido. Él nos
quita cualquier cosa, y nosotros lo perseguimos para que nos las devuelva. Como
cuando jugamos con la pelota. Se acerca, como un felino en acecho, mientras nosotros
fingimos no darnos cuenta.
De pronto, grita:
—¡Kantín Coleo!
Captura la pelota en el aire y corre con ella hasta que, en
cambote, lo rodeamos para que nos las devuelva. Es realmente fantástico tener
un abuelo como él.
La otra tarde lo oí conversar con Abuela:
—Carmencita —dijo él—, el día que me vaya de este mundo, di a tus
hijos que esparzan mis cenizas sobre el mar. Las olas viajan lejos. Así podré
pasear de nuevo por mis puertos añorados.
—No hables así, viejo —contestó ella, algo triste—, aún falta para
eso.
Espero que tenga razón porque, cuando yo crezca y tenga hijos, me
gustaría que él también jugara con ellos.
Abuelo está sentado en la piedra de siempre. Tiene bastante tiempo
distraído. Creo que su mirada viaja más allá del horizonte. Todos estamos
impacientes. Queremos jugar con él. Douglas Enoc me hace señas con las manos y
los demás se acercan poco a poco. Parecemos un comando en acción. Lo vamos a
tomar por asalto. Abuelo se da cuenta y se hace el bobo. Aunque solo le vemos
el perfil, podemos ver un pedacito de su sonrisa. No aguantamos más y gritamos:
—¡Kantín Coleo!
No le quitamos nada, sólo lo apartamos de sus recuerdos. Ahora es
nuestro turno. Corremos y él nos persigue. Sabemos que no le importa dejar de
soñar por un rato. Somos sus nietos. Como él dice: Para navegar por las aguas de la nostalgia hay otros momentos.
Ahora, ríe feliz. Así es él. Cuando nos alcance, recibirá todo nuestro amor y
la promesa secreta de que nunca lo olvidaremos.
Olga Cortez Barbera
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