Lucía se miraba todas las mañanas en la
laguna y se decía: ¡Qué hermosa soy! Para ella no había otro ser tan bonito en la
llanura. Le costaba apartarse, dejar de admirar su imagen. Las amigas se
reunían para jugar sobre los lirios acuáticos, pero ella las ignoraba. Prefería
pasar las horas detallando su belleza. En las noches, sin suficiente luz, era
imposible hacerlo. Como era muy joven, no conocía la luna llena. Por eso, cuando
el resplandor sobre la superficie del agua llamó su atención, no pudo evitar
sentir envidia por aquel rostro redondo y refulgente.
El
mundo de la ranita lo formaban la laguna, las plantas, los patos y los enjambres
de deliciosos insectos. Todos la querían por su amabilidad. Se la pasaba
nadando con sus amigas o saltando por las extensas planicies. Así ejercitaba las
ancas. Se convirtió en la cantora más afinada del orfeón anfibio. Los
habitantes del llano se dejaban arrullar por sus armoniosos croas. Un día, se vio
en el espejo de la laguna y conoció la vanidad.
Por esas travesuras que suele hacer la
naturaleza, Lucía era diferente a las demás. En vez de grandes y saltones, los ojos
eran rasgados, con largas pestañas. Aunque seguía siendo calva, como todas las
de su especie, la piel era tan sedosa y atornasolada, que parecía un arco iris
saltón. Lo que más impresionaba era su porte de princesa. Ahora, sus amigas se le
antojaban gordas y ordinarias. Presumida, como ninguna, no pasó mucho tiempo para
que la dejaran sola.
—¡No son más que unas envidiosas! —les gritaba,
creyendo que su reflejo en el agua era suficiente para ser feliz.
Esa felicidad no le duró mucho. La noche
en que la imagen de la luna se posó sobre el manto de agua, la rana levantó la
mirada hacia el cielo. La dueña de esa imagen era como una nave luminosa que se
desplazaba, muy lento, entre las nubes; una reina gigantesca que aparecía para
opacar su belleza. Deseó, con todas las fuerzas de su pequeño corazón, brillar tanto
o más que la luna. No tenía idea de cómo hacerlo. De pronto, se fijó en una estrella.
Con ella, en mi cabeza, podría
tener mi propio resplandor,
se dijo, apartando los lamentos. Atrapada por esa idea, al rumor nocturno le tocó
cantar sin el acompañamiento de sus croas.
En la mañana no se asomó al agua. Un
pato desvelado, que no había podido dormir escuchando el monólogo de la rana sobre
cómo obtener una estrella, le comentó:
—Más allá de aquella loma vive la iguana, mi amiga. Ven conmigo, tal vez pueda ayudarte.
—¿A dónde me has traído, pato loco?
—preguntó, algo asustada.
—No preocupes, es mi amiga que juega con
las gallinas —le respondió el pato.
El gallo le hizo señas a la iguana, que
abandonó el corral para atender a su amigo. Ella vivía entre las ramas de un frondoso
árbol. Cuando el pato le comentó el deseo de la ranita, dijo:
—En la copa del árbol el cielo está más
cerca.
Llegó la noche. Lucía, acompañada de la
iguana, subió hasta lo más alto. Sin embargo, la estrella aún estaba muy lejos.
—¡Nunca podré alcanzarla! —exclamó,
mientras se le humedecían las largas pestañas.
—Yo sé quien puede ayudarte —dijo la
iguana—, pero, a veces, tarda mucho en aparecer…
De pronto, vio una sombra blanca que se
acercaba:
—¡Estás de suerte, ranita!
—¿Qué es eso que vuela?
—Es Pegaso, el caballo con alas. Si se
lo pedimos, seguro que te ayudará… Ah, pero viene acompañado del Hada de la
Alborada. Veremos si puede hacerlo.
Pegaso les dijo que pronto terminaría la
noche y que debía acompañar al Hada en su recorrido por el mundo. El Hada dijo
que había tiempo suficiente para dejarla en la montaña más alta.
Lucía se despidió de la iguana con un hermoso
croa. El fabuloso caballo extendió sus alas de cisne y, en compañía del Hada y de
la rana, emprendió el camino. Atravesaron los campos, entre las brisas de los
llanos nocturnos. La luna los observaba, mientras Lucía soñaba con la estrella
sobre su cabeza. En el pico de la montaña, se despidieron.
—Suerte —le deseó el Hada.
—Espero que puedas alcanzar tu sueño
—dijo Pegaso, mientras se alejaba.
Lucía miró el horizonte y supo que las estrellas se retirarían a descansar muy pronto. Así que debía actuar rápido. Estiró sus patitas delanteras y las estrellas aún estaban lejos. Comenzó a saltar, como nunca. Por muy largos que fueran sus saltos, no se acercaba, ni a las nubes.
Estaba tan triste, que al viento le dio
pena y corrió a contárselo a los espíritus de la montaña, aún dormidos. Sólo
uno abrió los ojos, el más pícaro de todos.
—¿Qué te pasa, ranita? —preguntó.
—Desde que apareció la luna en la laguna
donde vivo, no he deseado más que una estrella.
—¿Para qué?
—Para brillar tanto o más que la luna
llena.
—¿Por qué?
—Porque ella no puede ser más hermosa
que yo.
—Tú eres muy linda.
—La luna lo es mucho más.
¡Qué envidiosa es esta rana! —pensó el espíritu— Le voy a
hacer una broma para que no sea tan vanidosa.
—Está bien, entre todas las estrellas, ¿cuál
es la que más te gusta?
—Aquella, la que centellea más.
—Si me pidieras consejo, yo te diría que
eligieras a Apus, esa que parece un ave del paraíso resplandeciente, o a Corona
Austral, que es tan adecuada a una princesa como tú, o a…
Lucía, caprichosa y testaruda, no lo
dejó terminar:
—¡Te dije que quiero aquella! ¿No ves que es la mejor? Deseo que la luna palidezca frente a mí.
El espíritu sonrió con sus labios traslúcidos.
—Está bien, te otorgo el poder para
volar.
La rana dio un salto y una fuerte
corriente de aire la impulsó hacia el espacio sideral. Iba feliz. No sabía,
porque el espíritu no quiso decírselo, que su deseo era por el reflejo de una
estrella que había desaparecido hace muchísimos años.
Olga Cortez Barbera
Imágenes gratis: Freepik, Pixabay (simisi1), Dibujos para colorear
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