domingo, 11 de agosto de 2024

Marcos Daniel y las aves

 

Mira a las aves bailar

con las nubes regordetas,

el sol se alegra y les canta

a los lirios y a las violetas.

 

¿Por qué van contentas las aves?

¿Quién me cuenta el secreto?

¿Será porque pueden volar

sin límites por el cielo?

 

A Marcos Daniel le gustaban los animales. La perrita de su tía, porque era muy juguetona, el gato rayado y glotón de los vecinos, que se escapaba de vez en cuando, ¡hasta los dinosaurios!, aunque ya no existían. Y si acaso quedaba alguno por ahí, no podría llevarlo a su cuarto, porque era tan grande, que se atascaría en la puerta. Sí, a él le gustaban los animales. Por eso, deseaba tener uno.

—Quiero una mascota —le dijo a su mamá.

—Cuando seas más grande.

—¿Por qué no hoy?

—Porque aún no tienes edad para cuidarla. Te prometo que un día adoptaremos un perrito y le daremos mucho amor.

—Yo no quiero un perro.

—A ver, ¿qué animalito te gustaría?

—Una guaca.

—¡Una guacamaya! —exclamó y sonrió, como sólo ella podía hacerlo.

—Sí, una de esas que llegan al balcón.


La mamá lo sentó a su lado y le explicó que, a las guacamayas y a todas las aves, no les gustaba vivir en cautiverio. Ellas habían nacido para cantar y para volar, libres como las nubes. En cambio, había tantos animales domésticos que necesitaban un hogar, que sería muy bueno que él les diera una oportunidad cuando fuera el momento. No quedó muy convencido.

Una mañana, salió con su tía y Bellota, cosa que le encantaba porque podía acariciar y jugar con las mascotas que, a esa hora, paseaban por la urbanización. De pronto, Bellota, la perrita juguetona, tiró de la correa, atraída por algo que se movía en la grama.

Sorprendidos, vieron que era una paloma que no conseguía volar porque estaba lastimada. Había que curarla. Cuando regresaron a la casa de su tía, y su mamá los vio, Marcos Daniel le pidió:

—¡Déjame cuidarla, mamá!

—Está bien. La llevaremos al veterinario y, después, se va con nosotros. Entre los dos la cuidaremos.

La paloma no tenía los colores brillantes de las guacamayas, aquellas a las que él les ponía semillas y trocitos de frutas en el balcón. Era blanca y abultada, casi como un esponjoso masmelo. También era muy bonita. La sentía asustada, temblorosa. ¡Claro, era la primera vez que la cargaba un humano!

Con el paso de los días, parecía que ella se iba acostumbrando a las caricias de esas personas que la trataban bien. En especial, a las de ese niño que le traía agua y alimento. A pesar de eso, buscaba cómo escapar. Desde su sitio, podía ver el cielo azul, soñando con volver a volar.

Una tarde, cuando Marcos Daniel regresó del colegio, se dio cuenta de que la paloma ya había sanado. Encariñado con ella, no deseaba dejarla ir. Recordó que su mamá le había dicho que las aves preferían vivir en libertad. Tal vez, la paloma estaba triste. La observó un momento, mientras ella batía sus alas. Sintió pena.

La tomó en sus manos y la puso en el borde de la ventana. La paloma lo miró, mientras inclinaba su pequeña cabeza, de un lado a otro. Luego, extendió sus alas y se fue.


Pixabay:Imagen gratuita

Su mamá tenía razón, ella nunca se hubiera adaptado a vivir con ellos. Marcos Daniel supuso que la paloma se había ido contenta porque iba a reunirse de nuevo con sus amigas. Cuando su mamá se enteró de lo que él había hecho, lo abrazó y le dio un beso:

—Hijo, estoy orgullosa de ti.

Ahora, Marcos Daniel no quiere una guacamaya. Le alegra verlas llegar por sus semillas al balcón y, una vez que acaban con ellas, verlas volar, con su concierto de garridos, hacia las nubes y bajo el radiante sol.



Está muy emocionado porque pronto podrá cumplir su deseo: traer a la mascota a su casa. Sabe que, en algún lugar, un perro juguetón o un gato gordiflón está esperando por él. 



Olga Cortez Barbera

XXII Concurso de Cuentos Infantiles sin Fronteras de Otxarkoaga 2024