Mira a las aves bailar
con las
nubes regordetas,
el sol se
alegra y les canta
a los
lirios y a las violetas.
¿Por qué van
contentas las aves?
¿Quién me
cuenta el secreto?
¿Será
porque pueden volar
sin límites
por el cielo?
A Marcos Daniel le gustaban los animales. La perrita de su tía, porque era muy juguetona, el gato rayado y glotón de los vecinos, que se escapaba de vez en cuando, ¡hasta los dinosaurios!, aunque ya no existían. Y si acaso quedaba alguno por ahí, no podría llevarlo a su cuarto, porque era tan grande, que se atascaría en la puerta. Sí, a él le gustaban los animales. Por eso, deseaba tener uno.
—Cuando seas más grande.
—¿Por qué no hoy?
—Porque aún no tienes edad para cuidarla. Te prometo que
un día adoptaremos un perrito y le daremos mucho amor.
—Yo no quiero un perro.
—A ver, ¿qué animalito te gustaría?
—Una guaca.
—¡Una guacamaya! —exclamó y sonrió, como sólo ella podía
hacerlo.
—Sí, una de esas que llegan al balcón.
La mamá lo sentó a su lado y le explicó que, a las
guacamayas y a todas las aves, no les gustaba vivir en cautiverio. Ellas habían
nacido para cantar y para volar, libres como las nubes. En cambio, había tantos
animales domésticos que necesitaban un hogar, que sería muy bueno que él les
diera una oportunidad cuando fuera el momento. No quedó muy convencido.
Una mañana, salió con su tía y Bellota, cosa que le
encantaba porque podía acariciar y jugar con las mascotas que, a esa hora,
paseaban por la urbanización. De pronto, Bellota, la perrita juguetona, tiró de
la correa, atraída por algo que se movía en la grama.
Sorprendidos, vieron que era una paloma que no conseguía
volar porque estaba lastimada. Había que curarla. Cuando regresaron a la casa
de su tía, y su mamá los vio, Marcos Daniel le pidió:
—¡Déjame cuidarla, mamá!
—Está bien. La llevaremos al veterinario y, después, se
va con nosotros. Entre los dos la cuidaremos.
La paloma no tenía los colores brillantes de las
guacamayas, aquellas a las que él les ponía semillas y trocitos de frutas en el
balcón. Era blanca y abultada, casi como un esponjoso masmelo. También era muy
bonita. La sentía asustada, temblorosa. ¡Claro, era la primera vez que la
cargaba un humano!
Con el paso de los días, parecía que ella se iba
acostumbrando a las caricias de esas personas que la trataban bien. En
especial, a las de ese niño que le traía agua y alimento. A pesar de eso, buscaba
cómo escapar. Desde su sitio, podía ver el cielo azul, soñando con volver a
volar.
Una tarde, cuando Marcos Daniel regresó del colegio, se
dio cuenta de que la paloma ya había sanado. Encariñado con ella, no deseaba
dejarla ir. Recordó que su mamá le había dicho que las aves preferían vivir en
libertad. Tal vez, la paloma estaba triste. La observó un momento, mientras
ella batía sus alas. Sintió pena.
La tomó en sus manos y la puso en el borde de la ventana. La paloma lo miró, mientras inclinaba su pequeña cabeza, de un lado a otro. Luego, extendió sus alas y se fue.
Pixabay:Imagen gratuita
Su mamá tenía razón, ella nunca se hubiera adaptado a vivir con ellos. Marcos Daniel supuso que la paloma se había ido contenta porque iba a reunirse de nuevo con sus amigas. Cuando su mamá se enteró de lo que él había hecho, lo abrazó y le dio un beso:
—Hijo, estoy orgullosa de ti.
Ahora, Marcos Daniel no quiere una guacamaya. Le alegra
verlas llegar por sus semillas al balcón y, una vez que acaban con ellas,
verlas volar, con su concierto de garridos, hacia las nubes y bajo el radiante
sol.
Está muy emocionado porque pronto podrá cumplir su deseo:
traer a la mascota a su casa. Sabe que, en algún lugar, un perro juguetón o un
gato gordiflón está esperando por él.
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